«La indiferencia», uno de los Artículo publicado en Málaga Variaciones, como ejemplo de los cerca de 3 años que colaboré con la revista. Mayo de 2001 nº 48

Cuando le hable un semejante, cuidado, puede acarrearle molestias o peligro. Acertamos a ver el rictus de sus labios solicitando una limosna o el acecho insolidario en la esquina al asalto de la cartera.

Se observa por esas calles más inseguridad que en la segunda mitad del siglo XX y más mendicidad que en igual periodo, aunque no por ello estamos metidos en una espiral de retroceso social. Sólo priman los tiempos modernos.

Sin saber nunca hacia dónde va el futuro, porque éste siempre es incierto e imprevisible por más que pretendamos controlarlo, y porque forma parte de lo que también se tiene que producir, cantamos excelencias a la técnica y nos cohibimos frente a nuestros congéneres.

¡Caballero! ¡Caballero!, llamó en la noche mi atención con voz apagada y gangosa una anciana sentada en un banco, cuya edad sobrepasaba los 75 años. Estamos tan acostumbrados a identificar los encuentros callejeros con pedigüeños y con gentes que imaginamos de mal vivir, que el acoso se patentizó ante mí en una anciana que casi no tenía facultad para hablar.

Seguí mi camino con la indiferencia del que aparta un moscardón, con un proceder que me incitaba como bien a escapar de las incómodas compañías. Una mujer que no se tenía en vertical, rondando la edad del tanatorio, dejó en mis oídos la voz de ultratumba de un fantasma que asusta.

Andaba por los 200 metros pasados, cuando supuse que tal vez requiriese ayuda, un suave empujón para levantarse, una mínima lucidez que le devolviese la capacidad perdida, una pregunta para obtener la respuesta que le indicara por dónde debía seguir.

Me sentí mal de repente, como quien incumple una obligación inherente al ser humano. Estaba demasiado afectado por mi animalidad, por ese instinto de conservación que me hizo no detenerme frente a una anciana desvalida.

Esa duda que nos hace retroceder, se me vino a la cabeza, pero anduve presto en rociarme con un protector de impasividad que acabó por hacerme comprender que otro habría resuelto mi indiferencia.

Son los despojos que dejamos atrás. Los parapetos con que nos defendemos de lo que creemos que son ataques contra nuestra integridad física. La línea divisoria que demarca lo insensible de la sociabilidad. Nos topamos con pedazos de carne que no tienen ninguna importancia sentimental.

Lo malo, lo imborrable, es que no me ha remordido un ápice mi desagradable actitud. Escribo estas líneas al amparo de un artículo, ni siquiera para limpiar mi frialdad, como un hecho anecdótico que ocurre con frecuencia, y aunque fuese una sola vez, no es menos revelador. Sin embargo, no estoy tan distante de los sentimientos como parece, aunque sí algo despreocupado en atender demandas de súplicas.

Espero que con mi desidia no pasaran muchos por allí. De ser así, la pobre anciana estará a la intemperie congelada de frío.

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