Prólogo de Gerásimo Arjona, profesor de literatura. Año 2019

Por Gerásimo Arjona

Nació en la sevillana villa de Utrera, donde los potajes se degustan con flamenco “jondo”, y a compás también, pero lleva décadas enraizado en la azulada capital malacitana, donde ha desarrollado su vida laboral y literaria. En Málaga  fue responsable, en la primera década de este milenio, de la vocalía cinematográfica del Ateneo; cuyos actos atraían a un público unas veces más numeroso; otras, menos, salvo el día de sus comentadas y analizadas y abarrotadas proyecciones de clásicos del cine: no se cabía ni en pasillos ni en su empinada escalera. Y es que Carlos Guillermo Navarro mira, ve y escribe con mente filmadora.

En todas sus obras, la construcción de la narrativa está montada con una sucesión de planos que contempla toda la gama de tomas, los denominados  en narratología puntos de vista: desde el plano panorámico en El toque de rebato al plano de conjunto en Por la ruta de los mares o a los  primeros planos en Apuntes de una crónica negra o a los planos generales, medios y de detalle en estas Crónicas narradas, formada por los dieciséis relatos que tienen en sus manos.

Su acérrima cinefilia impregna toda su obra de tal manera que su discurso narrativo funde, inseparablemente,  quién habla y quién ve en la focalización de los personajes, es decir, el narrador, situado tras el personaje, la “ visión por detrás” que diría el francés Jean Bouillón y que devendrá  en el narrador total u omnisciente propio de la focalización interna.

Usa Carlos Guillermo la focalización, unas veces, de manera fija, porque el discurso narrativo se configura desde un solo personaje como en Hombre de agua (1969),la segunda de lascrónicas iniciadas en octubre de 1968 con El Torrente que nos lleva. En Los elegidos (1970) el autor  inicia el relato  abruptamente, in media res que diría el clásico, en mitad de la historia, rompiendo la cronología habitual: “el teniente dijo al soldado, cuando acabe la guerra te invitaré a un trago de vino”, poco después presenciaremos el fatídico asalto a la colina; tendremos que esperar, así, al final del relato para saber quién es el protagonista y a qué colina se está refiriendo el autor. Difícilmente se puede crear, y menos mantener, un tono de suspense con el frecuentado orden de planteamiento, nudo y desenlace.

 En otros  relatos, la focalización es múltiple tal cual es en el relato titulado El fuego inextinguible (1972), aquí el cuadro descrito de fuego, sudor y muerte se construye con trazos cubistas en unos casos, expresionistas en otros, que hacen padecer al lector la asfixia sofocante y el espacio del catastrófico incendio.

Hay veces en que focalización es variable, cuando la fábula discurre ante el lector a través de la mirada de distintos personajes como el caso del preadolescente Pascualito y el más que maduro Manolo en Tío Meneo (1979).

Penetra así Carlos Guillermo, con su cámara narrativa, en la mente, en las percepciones, en los sentimientos de los personajes como diciendo el último responsable de todo esto soy yo. Y el yo del autor-narrador, transmutado en tercera persona verbal se sitúa por encima de sus criaturas literarias, entroncando de este modus narrativo con una de las características primordiales de la novela clásica, la gran novela del XIX (Balzac, Stendhal, Clarín,Galdós, Tolstoi…).

Habrá, no obstante, quien pueda decir que es más propia del modo cinematográfico la llamada “visión desde fuera”, la focalización externa como se lee en el Diccionario de teoría de la narrativa del profesor almeriense J.R. Valles Calatrava: “…se trata, en origen, de una técnica muy vinculada al modo cinematográfico, asumiendo la literatura del cine esa capacidad de representación pura, objetivista, donde se niega la introspección y la evaluación próxima también al relato periodístico de noticias”.

No hay contradicción, pues al marco, al espacio, al escenario, al tiempo donde se mueven las criaturas literarias, se aplica esta focalización inicialmente y se mantiene como soporte estructural narrativo, así es en el caso de La velada del muerto (1980), donde contemplamos, visualizamos con ecos valleinclanescos una escena costumbrista protagonizada por un despreciable nuevo rico, de origen arrabalero, un amoral dilapidador de lo ajeno, a Cristóbal Ubrique, que “no  murió con dolores prolongados ni esperanzas inútiles, sino que su fallecimiento se debió a un descuido de ciego por no percatarse del camión que lo atropelló justo a la salida de la casa donde ahora estaba de cuerpo presente”

El narrador omnisciente juega, si es creador, a ser simple observador, narrador testigo de mundos narrativos en los que poco después buceará a fondo, hasta confundirse con el alma de sus criaturas colocando su posición por encima de la mente de sus personajes;  aunará entonces las dos focalizaciones en la designada por el narratólogo Gérard Genette como focalización cero: el personaje-narrador no focaliza ni percibe sino que sabe  lo que experimentan los actores del relato.

En el año 2002 Carlos Guillermo llega nuevamente a puerto con su segunda novela, Por  las rutas de los mares, otra crónica de una radical degradación de un ser humano estructurada en tres actos cronológicos: juventud, madurez y senectud, crónica “tan sincera como desgarradora, tan actual como un telediario, a cuyo protagonista, su familia trazó tan imponente futuro que acabó viviendo entre basura, acumulándola como tesoro y aferrándose a ella”.

Las anteriores palabras  del periodista y también novelista malagueño Juan Gaitán vienen a confirmar una constante en la producción novelística del autor utrerano, iniciada editorialmente con  El Toque de rebato (1998), donde ya aparecen elementos del género negro, pues difícil sería no manejarlos si se pretende diseccionar la sociedad de mediados del siglo XX, construyendo un fresco, un retablo sociológico y documental, que retrata toda la miseria colectiva, económica y moral de la España de los años.

Antes de los años 50, como anticipo de la explosión experimental de las nuevas técnicas narrativas, que se producirá en esa década y que durarà hasta los años 70, el género de la novela negra exprimirá las enormes posibilidades de la perspectiva externa, recordemos, al respecto, a Dashiell Hammett que la utilizó magistralmente en El halcón maltés (1930), a cuyo título se unen imantados los nombres de John Houston y Humphrey Bogart en la inolvidable película de 1941.

En el aludido género narrativo es donde Carlos Guillermo Navarro escribió su novela Apuntes de una crónica negra (2006), a la que, el profesor malacitano Antonio Garrido Moraga, que en paz descanse, se refirió como crónica del poder y del fracaso, y añadía: “… está de moda que las novelas negras sean un repertorio de casquería…no espere el lector nada de esto, estamos ante literatura…que se mueve en terrenos simbolistas…donde la aparición del cadáver de una joven atractiva que ha sido torturada de manera salvaje es el punto de partida…estamos en un universo expresionista, de tonos fuertes y ásperos”.

En 2013 aparece su cuarta novela El paraíso de las flores marchitas donde Carlos integra otro registro lingüístico, el del lenguaje  judicial, y donde la trama se sitúa  en el tema de la violencia de género que no sigue los moldes cuantitativamente convencionales.

 Carlos Guillermo Navarro parece despedirse del lector  con su última publicación, que se adentra en el género melodramático, El valle de los riscos (2017),  situada en los años posteriores a la Guerra Civil. Sus protagonistas,  Amparito y Javier evolucionan, en un paisaje cargado de poesía, impregnado de intenso romanticismo y rezumando  nostalgia, para recrear un  fresco social  donde vuelven los planos panorámicos y generales  que ya anunciaba el de Utrera en su novela revelación El toque de rebato

Se pueden atisbar ya, en estas fechas, las constantes  estilísticas y temáticas del autor, cuyo análisis desbordaría el espacio que debe ocupar un prólogo  de estas características así como son de reseñar dos constantes éticas en la producción literaria de Carlos G. Navarro: la del compromiso  con la sociedad que le tocó vivir y la del compromiso con “aquellos que llegan al inevitable fin después de abandonarse” como dice el autor en la dedicatoria de su libro.

Conocimos Crónicas narradas, por vez primera, allá por junio  de 1977, eran entonces  diez relatos escritos entre octubre de 1968 y mayo de 1972;  a ellos  se sumaron tres  nuevos en 2006: Tío Meneo, la Santa Inocencia y La velada del muerto, que acabarán conformando la obra con La prisión y la gloria, Los elegidos y Pantalla en blanco; en ellas  el escritor nos muestra su nacimiento, desarrollo y culminación como autor de relatos breves, novela corta, incluso cuento, que ha ido cultivando paralelamente a su gran producción novelística, de la que hemos dado sucinta referencia. Cierra el cinéfilo sus Crónicas narradas con  Pantalla en blanco, un rotundo homenaje al género cinematográfico, en ella, Mateíto Manzano, niño enfermo de tisis, tras lograr su ilusión de conocer al “mago proyectista”, expira mientras se suceden en su mente  escenas cinematográficasque se cierran “con el avión que entre nieblas se perdía en las alturas de Casablanca”, pues la más profunda de las hipnosis ha dejado la pantalla del púber tuberculoso en blanco.

Acabamos ya este discurso prologuístico  para dejar tranquilo a un joven Carlos Guillermo Navarro deambulando allá por los años sesenta, acabada su licenciatura en Derecho por la universidad de Sevilla y recién llegado a Málaga atraído por el azul de sus amores y empezando a degustar los frutos del mar de la bahía, al tiempo que va conformando su grupo  teatral Cascao y preparando los primeros estrenos: El juglar y el silencio, y Érase una vez…

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