El valle de los Riscos de Carlos Guillermo Navarro
Antonio García Velasco
Carlos Guillermo Navarro
El Valle de los Riscos
2ª Edición
Libros Encasa
Málaga, mayo de 2018
La segunda edición de El valle de los Riscos aparece mejorada en cuanto a legibilidad de sus páginas (el tamaño de letra, por ejemplo; se incluye un índice que orienta y predispone al lector, despertándole el interés…) y empaque editorial (calidad del papel…) De la mano, esta vez, de Libros Encasa, una pequeña empresa de ediciones malagueña, caracterizada por el esmero y el bien hacer.
Respecto a la edición anterior en cuanto a texto literario se refiere, no hay cambios sustanciales: alguna palabra, alguna frase… La esencia del estilo de Carlos Guillermo se conserva intacta.
Es una novela, como dijo Unamuno, de intrahistoria, es decir, nos ofrece un fidedigno panorama de la vida y las obras de quienes no aparecen en los libros de Historia, o sea, nos habla de gentes que podrían haber vivido en la postguerra española y que, por supuesto, no serían retratados nunca en una novela de las llamadas históricas.
Los hechos se sitúan en el llamado Valle de los Riscos, un lugar imaginado, que podría tener, perfectamente, su paralelo en un valle de la geografía andaluza. Podríamos adivinar que, como el valle, los personajes también están inspirados en personajes reales y los hechos, en sucesos que realmente ocurrieron. Pero si esto puede ser el motivo inspirador, lo que nos importa como lectores es la coherencia de la narración, la evolución de los personajes, la percepción de cuanto ocurre por el narrador que, si bien comienza en primera persona, posteriormente queda objetivado mediante el nombre de Javier Tena, personaje que también evoluciona desde preadolescente, a adolescente, a joven, a adulto.
El comienzo de la novela parte de un tiempo actual con evocación del pasado: “Cuando miro atrás recuerdo los días que pasé en la casa de campo de “el valle de los Riscos”, que me llevaron a compartir con otras personas mis vacaciones veraniegas y donde me introduje en parajes y relaciones de insuperable bienestar. Desfila delante de mí, mi primera llegada a la finca, cómo de niño me hice joven y, por último, cómo el trascurso del tiempo me convirtió en un hombre. Qué más se puede pedir. // He asumido que lo ganado o perdido rueda en infinitas ocasiones como si nos lo hubiésemos jugado al azar, donde una simple apuesta nos da la fortuna o nos priva de ella…” Nos predispone, pues, a asistir a un proceso de cambios naturales en el ser humano. Pero no nos engañemos, si la evolución de Javier Tena es importante, mucho más lo es la conciencia que va tomando de su entorno vital, sobre todo, de “el valle de los Riscos” donde pasa los veranos por motivos que quedaran explicados en la propia historia.
No son ajenos al estilo narrador de Carlos Guillermo las notas sobre su propia escritura. Por ejemplo, la siguiente confesión sobre la temática de su relato: “No he padecido avatares personales desagradables. Sin embargo, sería un error ocuparme de la totalidad de mi andarina existencia, y no recrearme especialmente en las juguetonas mañanas, los hermosos atardeceres, los paseos románticos y las jugosas ventajas que me aportaron en mi infancia y juventud mi estancia en “el valle de los Riscos”, en cuya casa de campo por invitación de su dueño me alojaba anualmente durante la estación calurosa”.
El primer capítulo es narrado por el propio personaje. A partir del segundo, el personaje es Javier Tena y el narrador es otro que cuenta en tercera persona, si bien se ajusta a lo que percibe Javier: “Se le calificaba a Ángel Robledo, el amigo de Javier Tena, de chico problemático, rebelde, descentrado en los estudios y sus padres necesitaban que lo educaran en un correccional, un colegio especializado para enderezar a niños conflictivos. // Don Arturo Robledo, el padre de Ángel, era un hombre respetado, religioso y negociante en grado extremo. Su fábrica de vino tenía ramificaciones productivas y de distribución que lo convertían en hombre poderoso, todo un personaje elevado de la sociedad sin visos de haber efectuado ninguna insensatez…” No es Javier Tena quien habla como en un principio. Ahora se habla de Javier Tena y del resto de los miembros de la familia de Don Arturo Robledo, el dueño de la casona del valle donde aquél pasa los veranos y desde la que va, poco a poco, verano tras verano, descubriendo la evolución de la familia que lo hospeda y acoge como un miembro más de la misma. Si la cita anterior nos presenta la percepción del joven Tena en su primera estancia en la casa del Valle, poco a poco irá percibiendo la realidad que se esconde tras la apariencia en el devenir de los hechos y las actitudes de los personajes.
La novela, como se ha dicho, da testimonio de una época. Nos refleja el devenir de unos personajes que, sin duda, podrían ser la imagen de la realidad de la postguerra. Asistimos al ascenso desde su condición de peón a la de hombre influyente, con fortuna, incapaz de olvidar que, en sus comienzos, fue despreciado por la familia Robledo, para la que trabajó. Se trata de Samuel Casado que, desde su habilidad y listeza, aprovecha las debilidades ajenas para medrar y ascender en la escala social, adueñándose de todo, abusando del poder que adquiere con su nueva posición.
Acierta el autor de esta novela al contarnos con detalle las vivencias de su personaje narrador, Javier Tena, y en ir dando cuenta de lo que éste observa acerca de lo que va ocurriendo en la casa del valle. Otra fuente que nos muestra el narrador es la de otros personajes que le cuentan sus experiencias -siempre desde su interés y perspectiva personal-. Por ejemplo, la criada Encarnita, que, durante su época de asalariado de los Robledo, tuvo ciertos escarceos o coqueteos amorosos con Samuel Casado. Es esta mujer un personaje bien trazado, que se debate entre la servidumbre, más o menos fiel, a sus “amos” y la devoción a su pretendido Samuel y a la búsqueda de sus intereses individuales. A Javier Tena le cuenta y le hace ver lo que a ella le interesa por unas u otras causas: “Encarnita, la criada, le reveló con alguna intriga detalles para precisarle los movimientos habidos en la finca, que Javier Tena por ignorancia no detectaba. Se extendió con palabras enigmática al hablar de María del Rosario cuando Javier Tena le preguntó sobre cómo había derivado hacia aquella delgadez desde que la contempló en la misa de la ermita. La criada se expresó con ambigüedad y señaló con términos vagos y poco determinados sobre las dos semanas que se fue al extranjero. Según le llegó a la sirvienta por el rumor popular, tenía una extraña enfermedad cuya curación cabía realizarla fuera del país. Detrás de este cúmulo de insinuaciones, Encarnita detrajo a la vuelta de María del Rosario el perfecto tratamiento desarrollado para adelgazar en la clínica especializada. De aquellas vestimentas anchas, cara abultada, barriga panzuda y globosa, y papada saliente, volvió echa una sílfide, con cara filamentosa y gallarda figura. // También algunos flecos explicativos de Encarnita le pasaron desapercibidos a Javier Tena por ser puras especulaciones que a la sirvienta le habían expuesto con pinceladas escasas, porque murmuraban los entendidos que María del Rosario se había ido a latitudes nórdicas por un tempestuoso asunto que no era de su incumbencia especificar”.
Para completar este retrato de la criada, observemos la magistral y precisa descripción que el novelista hace de ella, así como de su relación con los miembros de la familia Robledo:
“El grupo que le agobiaba al recibirle se completaba con Encarnita. Ésta era la criada de la limpieza, veinteañera, suculenta bajo su descuidado ropaje, con cara de bordes redondeados, pómulos salientes, dientes marfileños, ojos abiertos como estanques y un rostro de lucero, esbelta cuando no restregaba a cuatro patas el suelo en las labores de fregoteo, y hasta mantenía contactos divergentes con los integrantes del hogar. Sostenía recta postura delante de las personas superiores hacia las que se mostraba comedida y sumisa a sus requerimientos para que no le alcanzase algún enfado o se le llamase la atención por un quehacer retrasado. La actitud de la primogénita y de la que le seguía en nacimiento de la saga de los Robledo, María del Rosario y Raquel, aunque de aptitudes diferentes en sus coqueteos y en sus conceptos morales, de dedicación vocacional religiosa una, y liviana la otra, obraban con la criada según la misma interrelación de sus mayores por el simple motivo de ser mujeres. El uso de usted era de obligado cumplimiento para ganarse el respeto. Por el contrario, Joaquín, listillo embarcado en conquista de amantes pasajeras, se atrevía en la soledad de las habitaciones a lanzarle lisonjas y envites de requiebros que ella aceptaba para no perder el empleo. Por esa predisposición el primogénito varón de Don Arturo Robledo le palmeaba el trasero a Encarnita o le toqueteaba el pezón a la moza con ganas de poseerla. El jerarca visible del hogar, Don Arturo Robledo, creía tener implantada una intachable decencia de recto proceder. El personal restante, por su condición de pequeños, hablaba con Encarnita con resuelta amenidad, con soltura, sin establecer distancias sociales, aunque delante de los mayores tenían el tratamiento de “señorito” o el femenino, según designación de sexo”.
En la narración de las relaciones adolescentes, amistosas y de toque erótico entre Javier y Amparito, la hija menor de Robledo, hay, en ocasiones, verdaderos toques poéticos: “Encararon sus pasos con las mismas corazonadas aventureras y afectivas de cuando con regularidad se adentraban en la caída de la tarde, con los dedos rozándoselos, sin apretones innecesarios para sentirse juntos y con profundas miradas sesgadas. […] …por primera vez a Javier Tena le tentó romper el espacio que separaba los centímetros soportados durante el verano y apretarle la cintura hasta sellarle con un beso las emociones que había experimentado durante aquellas jornadas. […] Amparito se inclinó hacia el cristalino espejo ondulante de la corriente. Con lentitud cogió agua en el cuenco de la mano, se refrescó la cara y para disipar el calor que la asfixiaba pasó la palma por donde la blusa no tapaba su pecho, como si el sol estuviera todavía en su cenit tórrido, sin deducir que el ardor le afloraba por la momentánea circunstancia. […] Amparito ceñía la ropa empapada y se le transparentaban los abultados pechos. Debajo no los cubría el sostén y se le filtraban detrás de la blusa…”
La novela queda plagada de expresividad efectiva y apropiada, de insinuaciones o sugerencias para que el lector imagine lo que puede o no ocurrir. Ya se ejemplifica en las citas anteriores, con suficiente extensión para ello. Pero no nos quedamos sin la pintura de los celos adolescentes en las cartas de Javier Tena durante los meses de curso en los que vive en su pueblo, lejos del Valle de los Riscos. Cartas que, por otra parte, nunca envía: “Es agradable apropiarme de ti en exclusiva sin que te arrebaten de mi lado. Lo tuyo me pertenece. Me entran terribles celos cuando se me reproduce la posibilidad de que coquetees con algún compañero de tu clase. No lo soporto, y me invade la chifladura de acudir a tu escuela y espiarte para conocer lo que me atormenta. Es un sufrimiento terrible. Estos celos son como ninguno porque me consumen por dentro y no sé qué haría si te viera con otro, paseando, mirándoos, acabando entre sonrisas vuestras atenciones. Se me encoge el corazón al imaginarlo, y me dispondría a cometer un acto de esos que dicen de caballería andante contra mi enemigo. Espero que no sea como se me viene a la cabeza y no te líes con ninguno de esos amigos tuyos”. Como es propio de la época en la que los hechos se sitúan, la mentalidad de Javier no excluye la actitud posesiva y, acaso, machista. Pero ese es un notable acierto del narrador, testigo del tiempo en el que sitúa sus historias, coherente con lo que se pensaba en tales momentos.
Estamos, pues, ante una novela llena de acertados matices, escrita con un estilo adecuado y eficaz que, sin duda, atrapará al lector desde la primera página.